martes, enero 25, 2011

AMOR




AMOR
(Hermann Hesse)

De entre todos mis conocidos, es sin duda mi amigo Thomas Höpfner el que más experiencia posee en el amor. Por lo menos ha tenido muchas aventuras, conoce el arte de la seducción detanto practicarlo y puede jactarse de sus múltiples conquistas. Cuando me habla de ellas, tengo la sensación de no ser más que un chiquillo. Sin embargo, de vez en cuando, me da por pensar que de la verdadera esencia del amor entiende él tan poco como un servidor. No creo que a lo largo de su vida se haya pasado muchas noches en vela o llorando por una mujer. En cualquier caso, raramente ha tenido necesidad de ello y lo celebro por él ya que, a pesar de su éxito, no es un hombre feliz. Antes bien constato que no es raro que se adueñe de él una cierta melancolía, y de su conducta en general se desprende un algo de resignada calma y contención que nada tiene que ver con la complacencia.

Ahora bien, todo esto son elucubraciones y quizá espejismos. La psicología sirve para escribir libros, pero no para ahondar en la personalidad de los hombres; y además, no soy psicólogo. Sea como fuere, a mi juicio, mi amigo Thomas es solo un experto en el juego amoroso porque carece de aquello que le permitiría acceder al amor, donde ya no cabe hablar de juego. En consecuencia es una persona melancólica porque reconoce su deficiencia y la lamenta. En fin, meras elucubraciones, espejismos, quizá.

Me llamo la atención, lo que me contó no hace mucho de la señora Förster a pesar de no tratarse de una verdadera experiencia ni siquiera de una aventura, sino simplemente de un sentimiento, de una anécdota lírica. Coincidí con Höpfner cuando se disponía justamente a abandonar La Estrella Azul, y le persuadí de que tomásemos juntos una botella de vino. Para que fuera él quien me invitase a una bebida de mas calidad, encargué una botella de vino de Mosela corriente, que yo tampoco suelo beber.

Mi amigo, enojado, requirió al camarero:
— Espere, ¡vino de Mosela, no!
E hizo que nos sirvieran uno de buena marca. A mí me pareció bien y, bajo los efectos del buen vino, pronto nos pusimos a charlar. Con tiento, saqué a colación el tema de la señora Förster. Era una hermosa mujer de poco mas de treinta años, que no hacia mucho que vivía en la ciudad y de quien se decía que había tenido numerosos romances.
Su marido era una nulidad, y recientemente me había enterado de que mi amigo frecuentaba su casa.
— Pues hablemos de la señora Förster – dijo él finalmente, dándose por vencido – puesto que tanto te interesa. ¿Qué decir? No ha pasado nada entre nosotros.
— ¿Nada de nada?
— De lo que la gente supone, no. Nada de lo que pueda realmente decir algo. Tendría que ser poeta. Me eché a reír.
— No sueles tener a los poetas en mucha estima.
— ¿Por qué debería tenérsela? Los poetas son en su mayor parte gente a quien nada acontece. Te puedo asegurar que en mi vida han sucedido ya miles de cosas dignas de ser escritas. En cada una de estas ocasiones, me he preguntado por qué no había poeta alguno que experimentase algo parecido y pudiera inmortalizarlo. En vosotros es más el ruido que las nueces; una bagatela cualquiera cosa os basta para elaborar un cuento entero.
— ¿Y lo de la señora Förster? ¿Es también un cuento?
— No, es un boceto, un poema. Un sentimiento, ya ves.
— Bueno, pues te escucho.
— Pues me parecía una mujer interesante, Lo que la gente decía, ya sabes. A tenor de lo que podía juzgar desde lejos, debía de haber vivido lo suyo. Me daba la impresión de que había conocido y amado a hombres de toda condición sin haber aguantado a ninguno de ellos por mucho tiempo. Además, era hermosa.
— ¿Qué entiendes por hermosa?
— Muy sencillo; no hay en ella nada superfluo, nada que esté de más. Cultiva su cuerpo, lo domina y pone la voluntad a su servicio. Nada en él es indisciplinado, fallido o inerte. No puedo concebir circunstancia alguna en la que ella no haya intentado sacar el máximo partido posible de su belleza. Justamente esto me atraía, pues lo ingenuo, de ordinario, me resulta aburrido. Busco la belleza consciente, las formas educadas, la cultura. Pero ¡dejemos estar la teoría!
— Sí, mejor.
— Así que me di a conocer y le hice algunas visitas. En aquel momento era fácil advertir que no tenía amante. El marido, por su parte, no es más que un títere. Empecé a abordarla: le lanzaba alguna que otra mirada en la mesa, le susurraba una dulce palabra al entrechocar nuestras copas en un brindis, le daba un prolongado beso en la mano. Ella lo aceptaba aguardando lo que vendría a continuación. Así que le hice una visita en un momento en el que sabía que estaría sola; y me recibió.

»Cuando me senté frente a frente, enseguida me di cuenta de que allí no valían las estrategias. De modo que me lo jugué todo a una carta y le dije simplemente que estaba enamorado de ella y que me tenía a su disposición. Después entablamos poco más o menos la conversación que sigue:
»- Hablemos de algo más interesante.
»- No hay nada que pueda interesarme más que usted, señora. He venido para decirle esto. Si la aburro, me voy.
»- Vamos al grano, ¿qué quiere de mí?
»- ¡Amor, señora!
»- ¡Amor! Apenas lo conozco y no le amo.
»- Ya verá que no se trata de una broma. Le ofrezco todo mi ser y todo mi potencial, y soy capaz de mucho si ha de redundar en su bien.
»- Sí, esto dicen todos. En su declaración de amor no hay nada nuevo. ¿Cómo pretende usted encender mi fervor? Si de verdad me hubiera usted amado, ya hace tiempo que habría hecho algo.
»- ¿Qué, por ejemplo?
»- Eso debe saberlo usted mismo. Habría podido ayunar durante ocho días o matarse de un tiro o, cuando menos, escribir poesía.
»- No soy poeta.
»- ¿Por qué no? Quien ama de la única forma que cabría amar se transforma en poeta o en héroe para obtener una sonrisa, una señal, una palabra de la persona amada. Aunque sus poemas no fueran buenos, tendrían sin embargo pasión y estarían llenos de amor.
»- Tiene razón, señora. No soy poeta ni héroe, y tampoco estoy dispuesto a dar mi vida. Si lo hiciera, sería por el dolor que me causa no alcanzar la intensidad y el arrobo que usted reclama del amor. Pero en cambio tengo otra cosa; mi única pequeña ventaja por encima de su amante ideal: la entiendo.
»- ¿Qué es lo que entiende?
»- Que siente nostalgia, como yo. No desea un amante, sino amar; amar total y perdidamente. Y no lo consigue.
»- ¿Eso cree?
»- Sí. Busca el amor, como yo. ¿No es así?
»- Puede.
»- Esta es la razón por la que no me necesita y, ya que así es, dejaré de molestarla. Pero a lo mejor, antes de que me vaya, me podrá decir si tan siquiera una vez ha hallado usted el verdadero amor.
»- Una vez, quizá. Ya que hemos llegado hasta aquí, se lo puedo confesar. Sucedió hace tres años. Entonces tuve por vez primera el sentimiento de ser verdaderamente amada.
»- ¿Puedo saber mas?
»- Si quiere... En una ocasión, vino un hombre, nos conocimos y se enamoro de mí. Al saber que yo estaba casada, no se me insinúo. Y al percatarse de que no me llevaba bien con mi marido y tenia un amante, me propuso disolver mi matrimonio. No fue posible, y a partir de entonces se ocupo de mí, nos protegió, me
aconsejó y se convirtió en mi mejor apoyo y amigo. Y cuando, por causa suya, abandoné finalmente al amante para aceptarlo a él, me rechazó y no volvió nunca más. Este es el único hombre que no ha amado; no ha habido nadie más.
»- Entiendo.
»-¿Ahora se va usted, no? Quizá hemos hablado ya demasiado.
»- Le digo adiós, sí, y es mejor que no vuelva.

Mi amigo calló; al cabo de un rato llamó al camarero, pagó y se fue. Y por este relato, entre otros, deduje que no era capaz de amar de todo corazón. Hasta él mismo lo había reconocido. Sin embargo, es justamente en las ocasiones en las que un hombre habla de sus defectos cuando menos crédito hay que dar a sus palabras. Muchas personas están la mar de satisfechas de cómo son simplemente porque se exigen poco a sí mismas. Éste no es el caso de mi amigo y también es posible que precisamente el ideal de lograr el amor verdadero lo haya convertido en lo que es. También puede ser que mi amigo, que tiene mucho de listo, se haya burlado de mí y aquella conversación con la señora Förster no fuera más que una invención. Porque hay en él, por más que se resista a admitirlo, un poeta encubierto.

En fin, meras elucubraciones; espejismos, quizá.