En el viaje a la cima encontré a unos monjes que se me antojaron budistas, no sé por qué aceptaron nuestra presencia e incluso consintieron en acompañarnos.
En un punto concreto del viaje habíamos de cruzar una grieta en la montaña, una enorme grieta que prácticamente dividía a la montaña en dos. Una grieta imposible de fondo infinito.
Allí nos encontrábamos todos. Habíamos de atravesarla con la única ayuda de un puente construido únicamente con cuatro cuerdas y algún que otro travesaño olvidado por las inclemencias del tiempo. Tratar de sujetarse en cada cuerda en las que debíamos apoyar pies y manos, parecía una labor de funambulista.
Pasamos como pudimos con el miedo adherido al cuerpo. Los monjes parecieron transformarse en artistas circenses que sin dificultad alguna cruzaban el abismo en aquello que pudiera confundirse con un exhibicionismo por la soltura en la precisión de sus movimientos cuando en realidad no era más que una técnica elaborada y ensayada hasta la saciedad cuya clave era el estar ayudándose unos a tros con cada elegante movimiento, cada paso, cada mano tendida que estrechaba a otra antes de que se precipitase en una terrible caída al espacio.
No sé cómo pude cruzar, tal vez me vi animada por ellos.
Pero una vez hubimos cruzado, nos encontramos en un poblado que habitaba en ese lado, con casas incrustadas en la piedra y balcones de madera, sin barandillas a las que sujetarse al borde del abismo. Resultaron ser gentes que nunca se atrevieron a cruzar.
En algún momento tras haber atravesado ya todos el puente, éste se rompió para estupor de todos aquellos habitantes que miraban el espectáculo desde sus balcones. Ahora nunca podrían atravesarlo aunque quisieran, ni tan siquiera imaginaron que el puente no siempre había estado allí, si no que había sido construido. Así, ya roto, les resultaba mucho más fácil acusarnos de su fracaso.
Esta vez fui, como por una llamada, como un acto reflejo, así una cuerda de las que colgaba lo que quedaba de puente y me lancé al centro del abismo. En un primer instante el estómago se me encogió y fue consciente de mi propio movimiento. Como si de un trapecio se tratase, como un baile perfectamente acompasado me pude balancear de una orilla a la otra acabando con un gracil movimiento entre una multitud sorprendida y admirada.
Al mirar a mi aldedor, no dando crédito a mi proeza, oí una escéptica voz que alegaba suspicaz a la fortuna de mis actos.
Con la elegancia de quien se sabe en tierra y sabe que en cualquier momento que lo desee puede volar, le ofrecí el extremo de aquella cuerda espetando un cordial "adelante".
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~ Cualquiera puede simpatizar con las penas de un amigo;
simpatizar con sus éxitos requiere una naturaleza delicadísima ~
(Oscar Wilde)
2 comentarios:
Inclusive cuando el abismo amenaza con tragarnos aún tenemos la opción de saltar. Quien sabe. Pudiéramos hallar alternativas nuevas durante el salto.
ronroneos
*Querido Gatopardo,
A mí me parece que en realidad el abismo no es más que una ilusión óptica que nos facilita la decisión de no tomar alternativa alguna. Es un abismo "acomodaticio", así, el que se quede viviendo al borde del mismo, siempre podrá excusarse con el miedo a las alturas, o a la teórica inminente caída.
Existe una gente que ante estos inciertos aconteceres, alega saber volar, como le ocurre a esta Blanca Marea.. como me consta le ocurre a mi buen gato alado. ;)
Oleadas de besos.
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